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Revisión del 14:21 28 jul 2009

Azanuy-Alins
municipio de Aragón


Bandera

Escudo

País  España
• Com. autónoma  Aragón
• Provincia  Huesca
• Comarca La Litera
Ubicación 41°58′27″N 0°18′44″E / 41.974166666667, 0.31222222222222
• Altitud 454 m
Superficie 51 km²
Población 175 hab. (2023)
• Densidad 3,67 hab./km²
Gentilicio azayunense
Código postal 22421
Alcalde (2007) Joaquín Avellana Lasierra (PAR)
Sitio web http://www.azanuy.com

Azanuy-Alins (Sanui i Alins, en catalán) es un municipio y población de España, perteneciente a la Comarca de la Litera, al este de la provincia de Huesca, comunidad autónoma de Aragón, a 75,9 km de Huesca. Tiene un área de 51 km² con una población de 187 habitantes (INE 2008) y una densidad de 3,67 hab/km². El código postal es 22421.

Núcleos del municipio

Actualmente, lo que se conoce como municipio de Azanuy-Alins comprende los siguientes núcleos:

  • Alíns del Monte.
  • Azanuy.

Geografía

Situada al sur de la sierra de Carrodilla. A doce kilómetros de Monzón.

Localidades limítrofes

Limita con Estadilla al norte, con Peralta de Calasanz al norte y al oeste, con San Esteban de Litera al sur, con Almunia de San Juan al sur y al este y con Fonz al este.

Al municipio se puede acceder de varias maneras. Desde Monzón a través de la carretera autonómica que pasa por Almunia de San Juan, desde Binéfar por una carretera muy bacheada y desde Barbastro por la nacional 123 hasta el puente las Pilas, a partir de ahí pasamos a una carretera autonómica que nos lleva a Azanuy-Alíns por Estadilla primero, y Fonz después. Por estas rutas se accede a la localidad de Azanuy.

Para ir a Alíns del Monte hay que llegar primero a Azanuy y a la altura del molino de aceite coger a mano izquierda una carretera estrecha y revirada que a 7 km nos acerca a dicha localidad.

Historia

Economía

Administración

Lista de alcaldes
Legislatura Nombre Grupo
1979-1983 {} {}
1983-1987 {} {}
1987-1991 {} {}
1991-1995 {} {}
1995-1999 {} {}
1999-2003 Joaquín Avellana Lasierra PAR
2003-2007 Carlos Figuera Vidal PAR

Demografía

Evolución demográfica
1900 1910 1930 1940 1950 1960 1970 1978 1991 1996 2001 2004 2008
1.118 - - - 674 - - 338 259 239 204 179 187

Monumentos

Monumentos religiosos

  • En Azanuy, ermita dedicada a Santa Bárbara e iglesia parroquial dedicada a Nuestra Señora de la Asunción.
  • En Alíns del Monte, iglesia románica dedicada a San Juan.

Monumentos civiles

Cultura

Deportes

Fiestas

Azanuy

20 de enero, semana cultural en honor a San Sebastián. Durante una semana se realizan conferencias sobre muy diversos temas. A lo largo de sus 27 ediciones han acudido a Azanuy personajes de la talla de Manuel Gutiérrez Mellado, ex - ministro y teniente general en la reserva (en 1986); Hipólito Gómez de las Roces, presidente del Gobierno de Aragón en 1991; Víctor Fernández, entrenador del Real Zaragoza en 1995; y se ha celebrador un importante concierto en 1999 de tres grandes artistas de la música aragonesa, José Antonio Labordeta, Joaquín Carbonell y La Ronda de Boltaña. Además, todos los años los niños de la escuela representan una obra teatral y el día del santo se celebra misa y procesión.

29 de abril, fiestas en honor a San Pedro de Verona, actualmente se trae una orquesta y el día del santo se celebra misa y procesión.

Fiestas de verano. Se celebran el último fin de semana de julio o el primero de agosto. De jueves a domingo se celebran actos como el pasacalles del remojón, acompañados de una charanga, tres noches de verbena acompañados de una orquesta, un parque acuático en las piscinas municipales y un concierto de rock.

Alíns del Monte

Las fiestas mayores se celebran el primer sábado de agosto. Comienzan el viernes con diversos concursos, cine al aire libre y -últimamente- con un grupo de rock. El sábado se hace una tirada al plato, con almuerzo popular y sesiones de baile. El domingo se celebran los actos religiosos con una misa baturra, ronda por el pueblo y comida popular, seguida de un festival de jotas o algún concierto musical.

Ocio

Personas célebres nacidas en esta localidad

JOSÉ CALASANZ MARQUES

Sacerdote Salesiano, Beato 11/03/2001

  • Nacimiento, en Azanuy (Huesca). 23/11/1872
  • Profesión religiosa, en Sarriá (Barcelona). 01/09/1890
  • Ordenación sacerdotal, en Barcelona. 21/12/1895
  • Defunción, en Valencia. 29/07/1936

Don José Calasanz era uno de los niños huerfanitos internos en Sarriá, cuando San Juan Bosco visitó Barcelona (1886).

Hay una foto de entonces, presidida por Don Bosco. Junto al Santo se ve a Calasanz niño, con su traje y corbatita negra y el cuellecito planchado. Calasanz es el retoño de olivo junto al viejo tronco, con su mirada sagaz e irresistible simpatía angélica. (Lástima que aquella fotografía sea trucada, pues el Don Bosco que la preside no es auténtico, sino un arreglo fotográfico.) Pero, lo cierto es que sobre los cabellos rizados de su cabeza se posaron las manos del Santo... ¿Intuyó su porvenir?

Era un estudiante inteligente y trabajador.

Cuatro años más tarde (1890), emitía los votos religiosos perpetuos y se convertía en el primer alumno salesiano español que formaba en las filas de la Congregación. A la sombra de don Felipe Rinaldi, su norte, su faro y su guía de por vida, fue creciendo, formándose y aprendiendo a modelar su mismo espíritu paternal y sus dotes de gobierno, tal vez las mayores que recuerden los anales salesianos.

En 1895 ya era sacerdote. Fue subiendo uno a uno todos los peldaños de la escala salesiana. Al abrirse el colegio de La Esmeralda (1903), en las proximidades del de Sarriá, junto a la Diagonal barcelonesa de hoy, fue nombrado director.

Con el personal y alumnos de La Esmeralda inauguraba en 1905 el colegio de Mataró. Durante un largo directorado lo convirtió en el colegio ideal. Agrandó sus edificios, organizó sus estudios, prestigió su fama académica por toda la región, dio a la sociedad hombres eminentes, dignísimos patriotas y ejemplares cristianos. Y en la ciudad, en el Maresme, en Barcelona (muy particularmente en el Instituto Balmes y en la Universidad), llegó a ser el hombre esperado, celebrado, respetado y querido. Don José Calasanz era figura señera del salesianismo en Cataluña.

Hasta que llegó la entrada de los Salesianos en la isla de Cuba (1917). Allí le enviaron los superiores con el sacerdote don Esteban Capra y dos coadjutores (señores Ullívarri y Celaya). Fueron unos años duros y, a qué negarlo, de cierto fracaso. Las promesas no respondieron a la realidad. Y sus trabajos tuvieron para volver a España, porque don Capra estaba enfermo y no tenían ni blanca los dos coadjutores. El padre Calasanz pasó a Perú y Bolivia (1922) como inspector. Y de allí volvió a España, donde sucedió (1925) a don Marcelino Olaechea al frente de la Inspectoría Tarraconense.

Le precedía la fama de bueno y era verdad. Era un padre generoso, de oratoria campanuda y gritona. Casi rugía al predicar y al hablar. Pero el león enfurecido se dejaba acariciar por los hermanos, que encontraban enseguida en sus fauces abiertas el panal de riquísima miel. Asustaba su voz tronadora, pero sus manos suaves, caballerescas, finas, simpáticas no eran capaces del zarpazo.

Era siempre un padre: alegre en los triunfos, triste en las penas. Un padre al lado y un padre en la lejanía. Porque escribía y escribía a todo el mundo sin cansarse. Le acompañaban en los viajes su máquina de escribir y un enorme fajo de cartas, envueltas en una goma, a las que daba contestación sin reposo.

Él era un caballero elegante, amable y sonriente. Con los niños de todos los colegios y sus antiguos alumnos; con los hermanos mayores y jóvenes; con los cooperadores, con las Hijas de María Auxiliadora; con todos cuantos pisaron nuestras casas: empleados, padres de alumnos, visitantes...

Sabía ganarse para sí y para la Congregación el aprecio y el cariño de todos. Oía, escuchaba, atendía y resolvía galanamente cualquier apuro. Aquellos ojos penetrantes, aquellos labios sonrientes estaban impregnados de una simpatía avasalladora.

¡Era un gran salesiano! : de espíritu, de formas, de corazón. Como a Padre y Cabeza de la Inspectoría le correspondía encabezar el glorioso desfile de nuestros mártires. Así lo sentía su corazón de Padre.

No tuvo, desde el primer momento de peligro, más preocupación que la de sus hijos: «señalad a cada uno un posible albergue» nos dijo repetidas veces en la angustiosa y penosa espera, repartid el dinero entre todos».

Presidía los Santos Ejercicios Espirituales en Valencia. Animaba a hacerlos santamente, con su presencia activa a todos los actos y con su palabra persuasiva. Con su autorización y consejo seguíamos algunos, por la radio y el ambiente callejero, la marcha de los acontecimientos. Él, por convicción y para tranquilizar a los demás, quitaba importancia a las noticias alarmantes de la ciudad, de Madrid, y Barcelona, que se le pasaban constantemente.

El día 19, domingo, ardía la magnífica iglesia de los Santos Juanes. Las turbas asaltaban los Dominicos de la Gran Vía.

Don José Calasanz recomendó tranquilidad y prudencia aquella noche. Subió a lo alto de la terraza: contempló las llamaradas del templo de los Santos Juanes.

Y siguieron los Ejercicios Espirituales el día 20. La suerte de la ciudad no estaba todavía echada.

Insistió en la necesidad de conservar la calma. Él no había venido preparado para nada, no llevaba consigo el menor disfraz. Aquella noche fue la del asedio. Se acordó no abrir sino a la fuerza pública.

Se hicieron las inútiles llamadas de auxilio a las autoridades, a la Policía, a los cuarteles del Cuerpo de Seguridad y de la Guardia Civil, al Gobierno Civil...

El P. Calasanz, rodeado de los Hermanos, seguía sembrando resignación y calma y abandono en los brazos del Señor. Se rezaba, se consumían las hostias consagradas de los Sagrarios. Con las primeras luces llegó la invasión por la puerta del externado.

Y el saqueo. Y el destrozo. Gritos, blasfemias, martillazos, carreras. Era inútil resistir sin exacerbar más el ánimo de los asaltantes.

El señor Inspector mandó, por tanto, abrir la puerta principal. El señor López se adelantó él solo hasta la puerta y abrió la cancela.

Todos los salesianos, rodeando al señor Inspector, ocupaban el rellano de la escalera principal, bajo la estatua del Sagrado Corazón de Jesús. Al ver aparecer a la turba enfurecida, un grito unánime salió de todos los pechos: «¡Viva María Auxiliadora!».

Los milicianos se detuvieron. Repuestos enseguida del repentino pánico, se envalentonaron y esgrimieron las armas.

Pero María Auxiliadora impuso cordura en los corazones. Todo se redujo a amenazas, palabras gruesas e insultantes y minucioso cacheo. Metieron a todos en el minúsculo despacho inspectorial y siguieron encajonándoles desde la puerta y la ventana. Seguía mientras tanto el pillaje y la devastación de una muchedumbre heterogénea, para la que no había órdenes ni amenazas.

La llegada de los Guardias de Asalto constituyó un alivio para los Salesianos que quedaron bajo su protección y vigilancia. Esperaban de ellos justicia y hasta libertad. Éstos se llevaron a uno, don Basilio Bustillo, para prestar declaración en el Gobierno Civil. Y aguardaron órdenes. Hacia las nueve de la mañana llegaban unos coches celulares para conducir a los detenidos a la Cárcel Modelo.

Y en medio de las befas de algunos y la vergüenza y lágrimas de la multitud expectante, subieron a ellos todos los salesianos.

Y a la cárcel Modelo de Valencia. Quedaron incomunicados. Ni un bocado de pan en todo el día. Soledad y silencio. Angustia desconsoladora. Al día siguiente, les abrieron las puertas de las celdas. Desde el umbral de la suya, como un anónimo recluso, el P. Calasanz saludaba sonriendo a todos los demás. Era la primera inyección de optimismo que recibían.

Bajaron al patio. Le cercaron. A todos consolaba, a todos alentaba. Quería que todos se consideraran bajo la protección de San Juan Bosco. Y contaba chascarrillos y bromeaba con los más abatidos, haciendo consideraciones sobre la vida de un recluso.

Pasaban lentas las horas de vida carcelaria. Acudía el primero a filas, al son del cornetín. Y fingiendo enfado, decía a los que llegaban tarde o seguían hablando:

— ¿Dónde está la formalidad? Si os vieran vuestros alumnos...

Andaba, sin embargo, preocupado. No se le iban de la cabeza las demás Casas de la Inspectoría...

— ¿Qué será de ellos? ¿Los de Sarriá..., Tibidabo, Gerona...? Acabo de escribir, dijo, por mediación del cónsul italiano a los Superiores de Turín, contándoles nuestra situación. Me parece haberme quitado un peso de encima. Ahora sea lo que Dios quiera.

Pasaron siete días de monótona vida carcelaria. De celda y patio. De oración, ansiedad y búsqueda de noticias. La sorpresa llegó a media noche del día 28. Les invitaron a salir de sus celdas. Y el oficial de guardia les comunicó que quedaban en libertad.

¿A aquellas horas? Con aquellas fachas, sin documentación, desconocedores del ambiente, sin saber a dónde acudir, ni dónde pedir asilo...

Inútil suplicar la espera del nuevo día: eran órdenes taxativas! Por fortuna, la guardia exterior de la cárcel era todavía militar. El P. Calasanz habló con el oficial que la mandaba y éste les permitió aguardar en el patio de ingreso hasta que fuera de día.

Mientras tanto, volvió a insistir el P. Inspector a todos para que buscasen un refugio seguro entre bienhechores y amigos. A los que no conocían a nadie en Valencia, les entregó don Jaime Buch una dirección determinada.

A las ocho de la mañana se abrieron las oficinas de la Administración y devolvieron a todos el dinero y los objetos de que se habían desprendido al ingresar el día 21. Todos iban provistos de cierta cantidad para hacer frente a las primeras necesidades.

Y comenzó la salida. El P. Calasanz daba a cada uno las últimas recomendaciones y le infundía ánimos.

A uno, que manifestó sus temores de que tal vez fuera aquello una emboscada para asesinarles a medida que fueran saliendo, le contestó:

— Hijo mío, debemos confiar más en la Divina Providencia. De todos modos, yo creo que estoy en gracia de Dios.

¿Quién podía sospechar que era aquél el último adiós del Padre?

Cuando todos hubieron salido, salió él también, acompañado por Don Recaredo de los Ríos. Habían determinado refugiarse en Villarreal, cerca de Castellón, donde don Recaredo tenía un hermano, en cuya casa hallarían refugio y libertad de movimiento.

Pensaron que la estación de Valencia estaría muy vigilada y decidieron llegar paseando hasta la estación de Mislata.

Al atravesar el pueblo fueron detenidos y conducidos al Comité Local. Tras ellos, llegaban también detenidos los dos coadjutores don Florencio Celdrán y don Agustín García.

Lo de siempre: exigencia de documentación sindical o salvoconducto de origen y minucioso cacheo. Y allí fue Troya: el P. Calasanz llevaba la sotana en la maleta!

Una maligna satisfacción brilló en los ojos de los milicianos.

— ¿Cura, eh?

— Sí, soy sacerdote salesiano. —respondió con calma y dignidad.

— Yo conozco a los salesianos de la calle Sagunto. —añadió el Jefe del Comité.

El P. Calasanz puso en marcha sus características dotes de persuasión. Aprovechó la ocasión para encauzar el discurso hacia el tema religioso. Le oyeron un buen rato con atención y respeto. Hasta que uno interrumpió:

— Sí; la Religión de Jesucristo es muy buena; pero sus representantes no la cumplen.

La conversación quedó rota. ¿Les concederían un salvoconducto? La mayoría, ganada por el P. Calasanz, opinaba que sí. Un jovenzuelo malcarado y bizco por más señas, escribe don Florencio Celdrán, argumentó:

— Si fueran ellos los que mandaran, ya nos habían aplicado la Ley de fugas.

Y salió a juntarse con sus compinches, que esperaban a la puerta.

Recibido el salvoconducto, salieron los cuatro a la calle.

Corrían hacia el tren. Estaba ya ante sus ojos, entrando en agujas, cuando unos milicianos, capitaneados por el jovenzuelo malcarado les detuvieron amenazadores. Muéstranles inocentemente el salvoconducto, recién recibido, y ellos, prorrumpiendo en carcajadas, se apoderan de los documentos y los hacen trizas.

De nuevo al pueblo. Otra vez al Comité: está cerrado. Y...

— ¡Vamos a darles un paseíto!

Les obligaron a subir a una camioneta descubierta. Don Agustín dio la mano al P. Calasanz y, apoyado por don Recaredo y don Florencio, subió. Ellos, los milicianos, provistos de armas largas, unos se sentaron a horcajadas sobre la misma caja de la camioneta, otros se acomodaron como pudieron. Don José Calasanz iba de pie; apoyaba sus manos sobre los hombros de don Florencio, sentado sobre un neumático en el fondo de la camioneta. Don Recaredo y don Agustín iban medio sentados, medio arrodillados.

El camión se puso en marcha camino de Valencia. Frente al señor Inspector iba el mozalbete procaz que no dejaba de encañonarle con su fusil. Rogábale don Florencio que apartara el arma o la dirigiera a otra parte, porque podría dispararse con los continuos vaivenes. Y él se reía... con una risa que helaba el alma. Y seguía igual.

Los cuatro salesianos callaban. Se cruzaban sus miradas. Iban embebidos en los mismos pensamientos de oración.

Llegaron a Valencia. Junto al puente de San José. Sonó un disparo.

— ¡Dios mío! —gritó ahogadamente don José Calasanz.

Y su cuerpo, sin vida, caía desplomado sobre don Florencio. De la herida, en su cara desecha, corría la sangre a borbotones.

Paró la camioneta. Se echaron al suelo los milicianos. Intentó inútilmente don Recaredo incorporar al señor Inspector. Le dio la absolución. Le llamó por su nombre... Su alma había volado al cielo. Su cabeza estaba destrozada. Su rostro desfigurado y ennegrecido. Don Recaredo lloraba. Don Florencio estaba empapado en sangre. La camioneta era un charco. La sangre se filtraba, por las rendijas, al suelo...

Los milicianos reían y bromeaban.

Reanudaron el viaje hasta el primer dispensario. Don Recaredo y don Agustín bajaron el cadáver y lo tendieron en una mesa de operaciones. Y le lloraron unos instantes hasta que los milicianos les sacaron para ir a declarar ante el juzgado.

— ¡Creo que estoy en gracia de Dios! —había dicho el mártir hacía poco, al abandonar la cárcel.

Sobre sus sienes colocaban los ángeles la corona del martirio.

Sus restos, identificados después de la guerra, gracias a los Libros de Registro del Cementerio de Valencia, descansan en el panteón salesiano de Benimaclet.

La figura de aquel hombre, de estatura mediana y fuerte musculatura, algo cargado de hombros y casi sin cuello; aquel hombre de sonrosado cutis y cabello castaño poco espeso; de ojos penetrantes y boca pequeña, de voz fuerte y aspecto dominador, lleno de bondad y de ternura puede encerrarse en una sola palabra: «corazón».

Corazón de padre, corazón de amigo, corazón de hermano. Corazón que latía a impulsos de la caridad y la virtud y que vertía su sangre con el nombre de Dios en sus labios.

Véase también

Bibliografía

Enlaces externos