Diferencia entre revisiones de «Miguel Iglesias»

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MANIFIESTO DE MONTÁN
31 DE AGOSTO DE 1883
MIGUEL IGLESIAS PINO DE ARCE
A SUS CONCIUDADANOS
Nunca un funcionario público se ha visto colocado en situación tan amarga,
difícil y decisiva, como la que arrostro en estos instantes. Apenas bastan los
alientos de mi patriotismo para mantenerme en ella.
La mano inflexible de la desventura, que durante tres años y medio ha venido
pesando sobre el Perú, parece hoy únicamente suspendida sobre mi corazón.
Es preciso, pues, acudir a todas mis fuerzas en este trance supremo y con el
auxilio de la Providencia, que jamás abandona a los que le confían su buena
causa, buscar, una vez por todas y por la senda más recta, la inmediata
solución del problema de vida o muerte para nuestra patria agonizante.
No me engaño, no puedo engañarme en cuanto a la bondad y oportuna
práctica del paso que la necesidad me inspira.
Siempre he creído que no es el Perú la nación vencida, humillada, escarnecida
y vejada por las huestes de Chile insaciable. El Perú no ha combatido. La
guerra, la debilidad y el vencimiento, han sido provocados por las pasiones, las
miserias y los crímenes de una parte, no más, de sus degenerados hijos.
Y es preciso, de todo punto preciso, que la nacionalidad peruana se levante, al
fin, sobre los escombros de su clamoroso pasado, para fundar la escuela
redentora de su porvenir.
Cuando el grito de alarma nos sorprendió en la calma aparente del mayor
desconcierto político, yo, como otros muchos, todo lo olvidé para mirar tan sólo
los peligros del momento, y sin apreciarlos bastante, sin calcular nuestras
fuerzas, ni prever todas las consecuencias de la partida que afrontábamos –
pues tampoco las previeron nuestros gobernantes, cuya misión era- ofrecí mi
corazón y mi brazo, y con ellos toda mi sangre y la de mis hijos, a la sagrada
defensa de mi patria.
Luché como soldado y mantuve el puesto que se me confió en el campo de
batalla, hasta donde fue posible mantenerlo. Testigos me son el cielo y la
generación que me escucha, de que no intenté en el augusto momento de la
prueba, reservar una gota siquiera de esa sangre tan sinceramente ofrecida, y
si el sacrificio personal no me levantó a la altura de los héroes, nada me dice la
conciencia que hice por evitarlo.
Más feliz que yo y suspirando el nombre de su patria, cayó a mi lado rindiendo
una vida llena de esperanzas, el hijo de mis complacencias.
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Los tremendos, irreparables desastres sufridos a las puertas de Lima,
conmovieron profundamente mi espíritu. Entonces pude ver hasta en su fondo
el horrible abismo por cuya pendiente rodábamos arrastrando a nuestra patria
infeliz entre la confusión más espantosa. Cayó la venda de la ofuscación y la
verdad descarnada se presentó a los ojos de la razón ya fría. ¡Estábamos
perdidos, perdidos y quizá sin remedio!
Pero aún era tiempo. Siempre es tiempo de reparar de algún modo las faltas
que cometemos, si nos animan sentimientos puros y voluntad decidida para
alcanzarlo.
Quiso la suerte que después de la batalla de Chorrillos y antes de la de
Miraflores, prisionero del enemigo, se me condujese por breves instantes al
campo nuestro y ya allí, pronuncié por vez primera, franca y noblemente, ante
el Supremo Jefe del Estado, la palabra de paz, como único medio de conjurar
los descalabros sin cuento a que una loca obstinación iba a precipitarnos.
No se dio a mi indicación toda la decisiva importancia que en aquellos
momentos merecía, quizá porque se tuvo la esperanza de un milagro del
patriotismo, pero los resultados quisieron concederme la razón, con la más
triste de nuestras caídas.
Después de Miraflores, sofocados los impulsos de un orgullo criminal,
tendiendo la vista por el inmenso territorio que habíamos perdido palmo a
palmo al oír los desesperados lamentos de tantos infelices, cuyas gargantas
hollaba el pie del invasor, hasta en nuestra propia capital, ya no hemos debido,
sin provocar mayor expiación, pensar en otra cosa que en el ajuste de la paz,
de la paz como necesidad presente y esperanza única de futuro desagravio.
La excepcional condición en que me encontré colocado, como consecuencia de
mi actitud en el fragor de la batalla, me trajo poco después, casi en la condición
de un inválido, a mi hogar. Imposibilitado de servir a la causa de la guerra;
firmemente persuadido de que la guerra era imposible con buen éxito.
Sucesos incomprensibles vinieron a colmar nuestra desgracia y nuestra
vergüenza. Lejos de aplacarse los odios fratricidas, se levantaron con mayor
encono cuando humeaba todavía la generosa sangre inútilmente derramada.
Bajo la coyunda del invasor y arrastrándose a sus plantas, unos hombres
incalificables, so pretexto de alcanzar la paz posible y destruyendo la
posibilidad de la paz misma que invocaban, atentaron en Lima contra la unidad
nacional. Se proclamó y se hizo la guerra civil, dando al mundo el más
desgarrador de los espectáculos y matando la postrera esperanza de conjurar
unidos el peligro inminente que amenazaba a nuestra nacionalidad.
Durante diez meses se prolongó esa lucha en que los malos instintos pudieron
saciarse sin coto. No podría sin violentarme demasiado en estos instantes
perentorios, hacer la historia de ese combate tenebroso, sordo, tenaz,
aniquilador, cuyo resultado, fuese el que fuese, serviría únicamente a los
intereses del enemigo común, quien poco tuvo que hacer para azuzarlo.
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La gran masa nacional, descreída, indiferente, extenuada, ni tomó parte en la
lucha, ni quiso ponerle término recobrando sus fueros. Tan relajados estaban
los vínculos sociales, tantos y tan grandes eran los agravios recientes que los
pueblos tenían recibidos de los hombres públicos que se disputaban el honor
de dar a la patria el golpe de gracia, que puede decirse, miraban con una
especie de indolente satisfacción, desencadenarse a cada hora más horrenda,
la tormenta en que ellos mismos podían naufragar. ¡Consecuencia fatal de
sesenta años de abominable corrupción política!
Hubo, sin embargo, un momento, en que todo pareció contribuir a que se
cambiase la negra faz de nuestros destinos. La guerra civil, por una serie de
rápidos acontecimientos, puso la suerte de la República en manos de un
hombre que se exhibió desde luego, dispuesto a romper con las tradiciones de
la intriga y de la deslealtad, y a fundar una nueva era política, reuniendo bajo
una sola enseña a todos los peruanos, hasta dar inmediata solución a los
conflictos de que pendían la libertad y el bienestar del país. Fue aquella una
coyuntura digna de ser bien aprovechada.
Como prenda de conciliación y de propósitos honrados, el general Montero
invocó mi patriotismo para que me decidiera a aceptar el gobierno superior de
los departamentos del norte.
Era necesario afianzar a toda costa la unificación nacional. ¿A quién no
seducen juramentos que halagan sus más ardientes deseos y la esperanza de
contribuir en alta escala a la restauración de su patria?.
No trepidé un instante, pero mi aceptación resultó de un compromiso, muchas
veces ratificado, cuyas bases principales fueron, a saber, dar a los pueblos una
representación legítima, ajustar la paz exterior y destruir hasta en su último
germen esa ponzoña que, con el título de partidos políticos, corroía las
entrañas de la patria.
Bajo estas expresas condiciones y no queriendo que se me echase en cara un
egoísmo que jamás he sentido, di a la nación mi manifiesto de 1 de abril, con
declaraciones amplísimas; documento que, para más afirmarme en mis
propósitos, fue recibido con general aplauso.
El general Montero marchó inmediatamente al centro de la República, con el fin
aparente de asegurar el mejor éxito de sus determinaciones, pero en realidad
para echarse en brazos del círculo que ha trabajado con el mayor tesón por la
ruina nacional.
No quiero detenerme en vanas lamentaciones.
Una vez en Huaraz y variando radicalmente de conducta, dictó Montero una
medida violenta contra los redactores de La Reacción, periódico que se editaba
en la capital de este departamento y que difundía con entusiasmo la patriótica
doctrina de regeneración y paz, siendo este proceder tanto más notable, cuanto
que el mismo general había aplaudido y ofrecido solemnemente a los señores
Frías y Hernández, como a mí, que gobernaría con los pueblos y para los
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pueblos, que en la voluntad nacional fundaba el origen de su gobierno y que
estaba resuelto a romper todos los lazos que quisieran sujetarle a intereses de
bandería.
Al mismo tiempo, cerraba la puerta a todo avenimiento con el enemigo,
contestando al discurso del Ministro americano Trescot, que no trataría de
arreglos con Chile sino se salvaban íntegros el honor, el territorio y los
intereses de las naciones aliadas.
Fracasó, porque debía fracasar, el negocio indecente de la intervención
extranjera, y el general Montero, lejos de convocar una representación nacional
con poderes bastantes para resolver sobre la situación del país, uno de los más
graves cargos que a los señores Hernández y Frías hizo fue el de sediciosos,
por haber iniciado la idea de los comicios provinciales. Entonces declaró ya
terminantemente que la legitimidad de su gobierno derivaba del Congreso de
Chorrillos y que no era otra cosa que el sucesor y continuador de la farsa
criminal que tuvo origen en la Magdalena.
Indignado por tales procedimientos, que destruían todas las esperanzas
concebidas y probaban, cuando menos, la falta de carácter en el hombre a
cuyas protestas de honor me atuve, y teniendo al frente dos provincias
sublevadas con el pretexto de que querían la guerra a todo trance, no podía ser
mi situación más cruel. La lealtad, empero, dictó mi conducta: siempre me ha
repugnado la traición y por ningún motivo hubiera aprovechado de la autoridad
que en estos departamentos ejercía para romper la unidad política interna, al
frente del enemigo que necesitábamos afrontar estrechamente ligados.
Elevé mi renuncia de la jefatura superior al gobierno de Huaraz, previniendo al
general Montero que solo por mi propia dignidad e interés nacional daría cima
a la pacificación de Chota y Hualgayoc, pero que, cumplida tan enojosa misión,
dejaría el puesto al sucesor cuyo nombramiento irrevocablemente exigí.
No obstante mi categórica declaración el general Montero quiso prolongar con
satisfacciones personales una situación insostenible y, sin resolverla en
definitiva, efectuó su violenta traslación a Arequipa, sólo, después de disolver
su ministerio y despojándose a sí mismo de todo carácter de autoridad
suprema; rompiendo de hecho su comunicación con el norte, cabalmente
cuando fuerzas de Chile, salvando el límite en que hasta entonces se habían
mantenido, invadieron San Pablo y Cajamarca.
¿A quién podía entregar el puesto en circunstancias tan estrechas?
Ni tenía instrucciones a que sujetar mi conducta ni facultades de los pueblos
para imponerles mi voluntad. Responsable del legado forzoso de un caudillo
cuyo programa había cambiado y no era ya conforme con el mío; con un
puñado de hombres de armas a mis órdenes, pero insuficientes para resistir al
invasor, sin recursos y teniendo que empeñar mi crédito personal para dar pan
al soldado, pues las repetidas contribuciones ordinarias y extraordinarias
cobradas durante un año a los pacientes pueblos los habían reducido a la
mayor miseria ¿cómo salvar el inminente conflicto?
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Quise ganar algún tiempo retirándome a la provincia de Chota, pero
desgraciadamente el pueblo inexperto, exaltado por el ultraje que de una
pequeña porción del enemigo recibía, exigió combatir y se ensangrentaron las
alturas de San Pablo.
¡Cuán caro se ha pagado el estéril triunfo de un instante!
Los pocos abnegados voluntarios que me acompañan, no son, ni con mucho,
bastantes para oponer seria resistencia a las formidables fuerzas invasoras que
asolan en estos momentos, ansiosas de venganza y exterminio, el noble
departamento de Cajamarca; conducirlos a un sacrificio estéril provocando
mayores iras de parte de un enemigo que las descarga sobre vecindarios
indefensos, sería imperdonable; y me he visto precisado, sofocando los
impulsos del corazón, a emprender con ellos una retirada tristísima, impuesta
por la necesidad más absoluta, en tanto que las familias abandonan sus
hogares, que las llamas devoran ciudades enteras y que pesan los horrores de
una guerra sin ejemplo sobre seres inermes y desvalidos.
Esta es la condición a que se ven reducidos los departamentos del norte y su
gobernante, por consecuencia de los errores, de la falta de energía, de
constancia y de elevado espíritu, en el caudillo que va a probar fortuna dentro
de los muros de Arequipa.
Mi determinación está tomada. Ni aún tratándose del general Montero quiero
ser un rebelde. Pero como no es posible que pueda continuar contra mis
convicciones y sin derecho, el ejercicio de una autoridad discrecional, la
entregaré a los pueblos.
Quiero dar el primer paso honrado en favor del país, provocando un
movimiento nacional pacífico, que coloque en los pueblos mismos el
expediente de su salvación.
Ya que no me es posible de toda la República, convoco una Asamblea parcial
de Representantes de los siete departamentos que me obedecen.
Ante esa Asamblea depondré mi autoridad para ajustar a sus decisiones mi
conducta de ciudadano.
En nada, absolutamente en nada, peligra la unidad nacional por el paso franco
en que me empeño.
Las relaciones fraternales con el centro y sur se conservarán fielmente, y si en
aquellas regiones se procede como en ésta, podremos arribar a la reunión de
una gran Asamblea General, con derecho para decidir de la suerte de la
República.
Mientras tanto, no pueden por menos que traicionar a la patria, todos los que
pretenden imponerle, sea cual fuere, su voluntad individual arbitraria.
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Aprovechar de las angustias nacionales para conservar una autoridad punible,
para seguir fomentando los odios de facción y explotando la sangre del pueblo,
es horroroso.
Inténtese, alguna vez, con fe y sinceridad, la concordia de la familia peruana.
Depónganse las pasiones mezquinas, siquiera sea para salvar unidos del
común peligro.
No me he cuidado de cubrir con un velo engañoso el triste estado del país por
mucho que los especuladores de farsas censuren mi conducta.
Creo que han perdido al Perú los engaños de que constantemente le han
hecho víctima sus hombres públicos.
Con seguridades, siempre fallidas al día siguiente, le han mantenido la fiebre
de una guerra activa, o a la esperanza de una paz ventajosa, imposibles de
todo punto, después de nuestros repetidos descalabros.
Se habla de una especie de honor que impide los arreglos pacíficos cediendo
un pedazo de terreno y por no ceder ese pedazo de terreno que representa un
puñado de oro, fuente de nuestra pasada corrupción, permitimos que el
pabellón enemigo se levante indefinidamente sobre nuestras más altas torres,
desde el Tumbes al Loa; que se saqueen e incendien nuestros hogares, que se
profanen nuestros templos, que se insulte a nuestras madres, esposas e hijas.
Por mantener ese falso honor, el látigo chileno alcanza a nuestros hermanos
inermes; por ese falso honor, viudas y huérfanos de los que cayeron en el
campo de batalla, hoy desamparados y a merced del enemigo, le extienden la
mano en demanda de un mendrugo...
¡Ah! Guerreros de gabinete, patriotas de taberna, zurcidores de intrigas
infernales! ¡Cobardes, mil veces cobardes, autores de la catástrofe nacional!.
¡Basta!
Que no me lleve el corazón demasiado lejos.
He creído de mi deber explicar a los pueblos la razón de la conducta que voy a
seguir.
Ya lo he hecho.
Ahora solo me resta proceder, y que el presente y la posteridad me juzguen.


== Véase también ==
== Véase también ==

Revisión del 18:28 9 abr 2010

Miguel Iglesias Pino de Arce

Presidente Regenerador de la República (Autoproclamado)
1 de enero de 1883-3 de diciembre de 1885
Predecesor Lizardo Montero Flores (aún en funciones)
Sucesor Antonio Arenas

Información personal
Nacimiento 11 de junio de 1830 Ver y modificar los datos en Wikidata
Cajamarca (Perú) Ver y modificar los datos en Wikidata
Fallecimiento 7 de noviembre de 1909 Ver y modificar los datos en Wikidata (79 años)
Lima (Perú) Ver y modificar los datos en Wikidata
Sepultura Cripta de los Héroes Ver y modificar los datos en Wikidata
Nacionalidad Peruana
Familia
Cónyuge Concepción Posada
Información profesional
Ocupación Militar

Miguel Iglesias Pino de Arce (*Celendín, 11 de junio de 1830 - † Lima, 7 de noviembre de 1909). Militar y político peruano, ocupó la Presidencia del Perú. Es conocido por ser el autor del Grito de Montán, con el que se abrió paso a las negociaciones de paz durante la Guerra del Pacífico con sesiones territoriales, la entrega de Arica y Tarapacá a Chile.

Terminada la guerra, su autoridad fue repudiada por amplios sectores la sociedad civil y el ejército. Derrotado por Andrés A. Cáceres, entregó el mando a Antonio Arenas y partió al exilio en España.

Biografía

Primeros años y carrera militar

Miguel Iglesias nació el 11 de junio de 1830 en Celendín. Hijo del español Lorenzo Iglesias Espinach y Rosa Pino de Arce. Desde joven, Iglesias se dedicó a la administración de las propiedades de su familia en Cajamarca. Se desposó con Concepción Posada.

En 1865, fue designado prefecto de dicha ciudad. Durante el conflicto con España de 1866, encabezó un batallón que marchó hacia Lima. Por sus acciones, se le concedió el grado de coronel. En 1872, fue nuevamente prefecto de Cajamarca.

Guerra del Pacífico

Tras la declaratoria de guerra, en 1879, organizó un batallón de 3.000 hombres y junto a ellos se trasladó a Lima. En la madrugada del 22 de diciembre de 1879, se unió a los batallones que secundaron a Nicolás de Piérola para deponer al vicepresidente Luis La Puerta y juntos tomaron El Callao. Inmediatamente después, Iglesias fue designado Ministro de Guerra por Piérola.

Defensa de Lima

Iglesias participó luego de la Batalla de San Juan. En la noche del 12 de enero de 1881, el primero de los cuerpos de ejército, bajo su jefatura, cubría las avenidas de Lurín proyectándose sobre Chorrillos, Villa y Santa Teresa, y formando la derecha.

Iglesias recuperó las posiciones del cerro Santa Teresa pero se dio cuenta que estaba rodeado por retaguardia, por lo que tuvo que retroceder para abrirse paso hacia el malecón. Iglesias fue hecho prisionero después de una desesperada resistencia en Chorrillos alrededor de las 12:30pm. A partir de ese momento fueron las fuerzas del coronel Arnaldo Panizo, que, junto con sus artilleros realizaron una defensa sobrehumana en la batería principal Mártir Olaya del Morro Solar.

Atacado Panizo por Patricio Lynch, los artilleros resistieron hasta que fueron arrollados. En Marcavilca y el Morro Solar el asalto fue iniciado por los regimientos 4° de línea Chacabuco y proseguido por otros. Iglesias, como habíamos dicho, fue hecho prisionero a las 12:30pm junto con Guillermo Billinghurst, Carlos de Piérola y Miguel Valle Riestra. Entre los muertos se encuentra Alejandro Iglesias, hijo de Miguel Iglesias.

Iglesias fue liberado por las tropas chilenas a condición de que trasmitiese las condiciones de las tropas de ocupación a las autoridades peruanas. Después de la ocupación de Lima el coronel Miguel Iglesias fue puesto en libertad

Tras la ocupación de Lima, regresó a Cajamarca. Autorizado a retirarse a su hacienda, lo hizo bajo el compromiso de apartarse de la actividad política, lo que cumplió todo el año de 1881.

Iglesias en el Norte del Perú

Al trasladarse el Presidente Lizardo Montero con sus Ministros a Huaraz en febrero de 1882 designó a Iglesias, como el militar de mayor jerarquía, Jefe Superior Político y Militar del Norte

En 1882, se enfrentó a las tropas chilenas en las cercanías de su hacienda, en lo que se conoce como la batalla de San Pablo. Tres días más tarde, lanzaría una proclama saludando el ejército triunfador

Habéis combatido y vencido al enemigo; el arrojo de que hicisteis gala ha sido precursor del triunfo, y vuestros nombres quedan, y quedarán grabados y esculpidos en letras de oro. La defensa que hoy habéis hecho de vuestros derechos, auxiliándonos y contribuyendo a nuestro triunfo, es la prueba más grande y satisfactoria de todo lo que debe y puede hacer un pueblo de abnegado patriotismo… Cajamarquinos: La gloria del triunfo del 13 de julio de 1882, os pertenece a vosotros, colaboradores muy eficaces de tan grande suceso os contará eternamente en el seno de los suyos. Yo os doy las gracias y espero siempre de vosotros igual conducta. Vuestro conciudadano y amigo.
Miguel Iglesias Pino de Arce

Presidente Provisional del Perú

Más adelante asumió el mando de los departamentos del norte, y estableció un gobierno en Trujillo en julio de 1882. El 31 de agosto de 1882, Iglesias emitió el célebre Manifiesto de Montán exigiendo la paz, aún con cesiones territoriales; autorizó el inicio de conversaciones con el enemigo y convoco una Asamblea en el Norte para obtener su respaldo.

Por ley del 30 de diciembre la Asamblea estableció el Poder Ejecutivo con un jefe responsable que lo presidiría con la denominación de Presidente Regenerador de la República y un ministerio igualmente responsable. La Asamblea el 1 de enero designó a Iglesias Presidente Regenerador.

El 5 de enero la Asamblea otorgó al presidente Iglesias plenos poderes para tratar de la paz con el enemigo. La Asamblea no fue reconocida por Piérola (que acababa de llegar de Europa), ni Cáceres, ni Montero como tampoco por los chilenos, quienes tenían sus dudas acerca del nuevo régimen instalado en Cajamarca.

El 9 de febrero de 1883, Patricio Lynch recibe la orden del presidente Santa María para que refuerce el mando de Miguel Iglesias,[1]​ en el norte convencido que con Iglesias podría firmar la paz según sus intereses, y que Lizardo Montero Flores y Francisco García Calderón no aceptarían la cesión territorial.[2]​ El 31 de marzo de 1883 Cáceres llega a Canta y destaca al coronel Isaac Recavarren a Huaraz junto al batallón Pucará de 250 hombres para que organice tropas y luego marchar al norte a deponer el gobierno de Iglesias. Lynch había realizado un préstamo en mayo de 1883 al negociador Mariano Castro Saldívar para la compra de suministros que armen fuerzas leales a Iglesias como Vidal García en Trujillo con 200 hombres, Genaro Carrasco en Piura con 480 hombres y estas no sean atacadas por guerrillas de Cáceres. Con el fin de proteger a Miguel Iglesias y su gobierno con una fuerza de 400 hombres en Cajamarca, Patricio Lynch envía a Alejandro Gorostiaga desde Trujillo a Huamachuco el 3 de mayo de 1883, para evitar que Recavarren ataque el gobierno de Iglesias.

El 3 de mayo de 1883 la base del Tratado de Ancón ya estaba acordada entre Patrico Lynch y Miguel Iglesias quien firma este convenio inicial desde Cajamarca.[3]

El 10 de julio de 1883 se desarrolló la Batalla de Huamachuco entre Andrés A. Cáceres y Alejandro Gorostiaga. Miguel Iglesias envió una comisión especial para felicitar a Gorostiaga por su victoria. De esta manera, Cáceres había sido minimizado lo suficiente como para no cuestionar su autoridad. Montero por su parte, tuvo que salir de Arequipa para evitar la destrucción de la ciudad.

Fin de la Guerra: El Tratado de Ancón

El 20 de octubre de 1883 terminó en Ancón la discusión de los términos del tratado de paz. Una vez firmado el Tratado de Ancón, el 11 de marzo de 1884 la Asamblea Constituyente aprobó el Tratado. Iglesias marchó hacia Lima para asumir el gobierno del país.

Como consecuencia de la derrota y el posterior restablecimiento del orden, se inicia la llamada fase del Segundo militarismo. Inicialmente, se caracteriza por la lucha entre el Presidente Iglesias y Andrés A. Cáceres, el llamado Héroe de la Breña por su férrea oposición a la ocupación chilena.

Aún cuando el Presidente Iglesias ostentaba el cargo de manera constitucional, no consiguió el apoyo de lo que quedaba de la Élite Peruana, quienes más bien trataban de acercarse a Cáceres. Este grupo estaba formando mayoritariamente por antiguos miembros del Partido Civil, con un ánimo de recuperar la doctrina anterior y restablecer un gobierno civil en la república.

Guerra Civil y exilio

De acuerdo de la Asamblea Constituyente de 1884, Iglesias ya debía retirarse del gobierno y llamar a elecciones. Sin embargo, este prefirió permanecer en el poder y exigir el sometimiento incondicional de Andrés A. Cáceres. Por su parte, Cáceres procede a proclamarse Presidente el 16 de julio de 1884, argumentando el quiebre del orden constitucional.

Las fuerzas de Iglesias y Cáceres en un primer momento se enfrentaron en Lima y después en Trujillo. Ante sus derrotas en la costa norte, Cáceres se retiró al centro sur: Cuzco, Arequipa, Apurímac y Ayacucho, donde pudo reorganizar su ejército para volver a atacar.

Para 1885, después de un enfrentamiento en la sierra central y otra derrota en Lima el 3 de diciembre de 1885, Iglesias renunció a la presidencia. Antonio Arenas, Presidente del Consejo de Ministros, asume la Presidencia, dando paso a una transición constitucional. Iglesias parte al exilió en España, Pero regresó sólo porque lo habían elegido como senador de Cajamarca, pero la muerte se lo impidió en 1909.

Notas

  1. Zorbas, Jason (2004). «The influence of domestic politics on America's chilean policy during the war of the pacific». University of Saskatchewan. Canadá. Consultado el 2007. 
  2. Larenas Quijada, Victor (1992). «Patricio Lynch marino y gobernante». Chile. Consultado el 2007. 
  3. Vega, Juan José (2007). «Unas líneas más en torno a la gloria de Cáceres». Perú. Consultado el 2007. 

Véase también

Enlaces externos


Predecesor:
Lizardo Montero
Presidente Provisional del Perú
(Autoproclamado)
Escudo de Perú

Enero de 1883 - Diciembre de 1885
Sucesor:
Antonio Arenas