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La paradoja de la libertad en la democracia totalitaria[editar]

La paradoja de la libertad en la democracia totalitaria refiere al conflicto de orden teórico y práctico que surge en el pensamiento político occidental a partir del siglo XVIII, cuando los preceptos de libertad humana, justicia y orden social agrupados en la concepción democrática moderna, se entendían realizables únicamente bajo un modelo político exclusivo, universalmente válido y determinado por leyes naturales, por tanto inapelable. Al momento en que las aspiraciones de libertad y supremacía del interés general justificaron la represión de la pluralidad y las formas de vida diversas para someterlas al modelo dominante, la paradoja de la libertad alcanzó su manifestación plena.

Fundamentos filosóficos[editar]

De acuerdo con J.L Talmon y su obra Los orígenes de la democracia totalitaria (1956), los postulados filosóficos y políticos de Jean Jacques Rousseau contienen la primera formulación de la democracia totalitaria, y con ella, el origen de la paradoja de la libertad[1]​. Esta concepción irrumpe en el siglo XVIII desde un cuestionamiento a los dogmas medievales en torno a la fe, la costumbre y el modo de vida, que comenzaban a ser interpelados al atribuirles un carácter antinatural e irracional. Tres factores provocaron la ruptura con la cosmovisión feudal: la crisis del concepto religioso de la vida, el auge de la filosofía racionalista y la prevalencia de la idea de individuo frente a aquella anterior de estatus en la organización social[2]​. La relevancia antes concedida a la tradición se trasladó hacia las instituciones y a utilidad social. A su turno, la oposición a la autoridad religiosa dio lugar a la liberación de la conciencia individual respecto al predominio milenario de la jerarquía eclesial. La superación del estatus como forma de reconocimiento social abolió la idea del privilegio de estirpe y realzó la importancia del individuo más allá de su pertenencia dinástica, estamental o religiosa[3]​.


Esta perspectiva renovadora trazaba a la humanidad un destino regido por la razón, la libertad, la justicia y la armonía en las relaciones sociales, conforme los dictámenes del orden natural. En su interior se hallan influencias de la arraigada conexión entre virtud y libertad predominante en la antigüedad romana y espartana, cuyos ciudadanos fueron asumidos como ejemplo representativo del vínculo indisoluble entre la vida social y la realización de la libertad humana[4]​.


A lo largo del siglo XVIII, este compendio de ideas no solo alimentó la creencia en un orden natural del cual emanan principios inmutables y universales, postuló además la razón y el amor de sí como los atributos propios de la naturaleza humana[5]​. Bajo su concepción, un modelo social armonioso no podría más que regirse por estos dos elementos: de un lado, la razón que provee la capacidad intelectual de optar por la elección justa que conduce a la felicidad, mientras el amor de sí fomenta en cada ser humano el deseo de placer y felicidad que lo aparta de la indiferencia y la pereza[6]​. El designio de la naturaleza impone así la felicidad como fin alcanzable únicamente a través de su realización común, de modo que la felicidad propia no tendrá lugar sin la felicidad de los otros. Con ello, el interés particular no encuentra asidero fuera de los márgenes del interés general. "El interés real del hombre es inmanente al bien común social"[7]​.

Para aquella doctrina emergente los vicios, males y miserias del mundo se causan por intereses egoístas que desatienden o ignoran el carácter real de la naturaleza humana, apartándose de la felicidad y la armonía social inherentes al orden universal. El error de atribuir al ser humano una naturaleza maligna desencadenó leyes e instituciones basadas en la opresión. La manera de corregirlo consiste en emplear las capacidades intelectuales para acceder a los principios del orden natural (y con ellos al sistema ético universal), hasta lograr la condición moral que la naturaleza persigue en su búsqueda de la felicidad[8]​. La educación se postula como el recurso por el cual la bondad natural del ser humano recobra su debido lugar dentro de la realidad objetiva. El modelo de armonía social no se autoproduce, requiere que los propósitos de la naturaleza sean aplicados activamente, al punto de conciliar intereses personales con intereses comunes. Esta tarea se asigna a las instituciones, las leyes y la educación.

De acuerdo a la caracterización de Rousseau, la naturaleza en su primera fase histórica compone el reino de lo elemental, del predominio de las pasiones e impulsos. La superación de esta etapa originaria impone al ser humano una disyuntiva apremiante entre sus inclinaciones y sus deberes. Un ser unívoco, libre de contradicciones y de la esclavitud a la que lo sujetan las pasiones egoístas solo es previsible al interior de un modelo inmutable, universal, reflejo del orden armónico natural, donde la voluntad general encarne a plenitud la soberanía y el anhelo de libertad a la que aspira todo ciudadano. El contrato social es el mecanismo que engendra la libertad humana, reafirmada en la voluntad general[9]​.


Como verdad objetiva, fuente de la libertad y el bien común, la voluntad general debe ser descubierta y acatada por la razón humana a través de la instrucción y la moralidad[10]​. De esa forma, la naturaleza humana es transformada, arrebatada a las fauces del egoísmo e insertada en el campo virtuoso de la voluntad general. En esta concepción rousseauniana se origina el concepto de democracia totalitaria como sistema político inspirado en la idea de un orden natural cuyos principios universales e inmutables conducen de manera irrevocable al bien común y la armonía social, bajo la acción de instituciones y autoridades políticas encargadas de materializar el designio único y exclusivo que persigue el interés general.


En su propia denominación, la democracia totalitaria ya enuncia la paradoja de la libertad: la voluntad general obedece a un objetivo predeterminado en el orden natural, sin embargo su realización efectiva requiere del deseo popular libremente expresado. Si el deseo del pueblo no está acompasado con tal objetivo, es cuestión de educarlo para que lo descubra en su propio seno. "La voluntad general asume así el carácter de una finalidad y, como tal, se presta a ser definida, en términos de ideología político-social, como una meta preordenada hacia la cual somos, irremisiblemente, llevados; una única aspiración verdadera, que queremos o estamos obligados a querer, aunque podamos no quererla todavía, a causa de nuestras torpezas, prejuicios, egoísmos o ignorancia.

En este caso, la idea de un pueblo queda, naturalmente, restringida a los que se identifican con la voluntad general, y con el interés general. Los que están fuera no son realmente de la nación. Son extranjeros"[11]​.

Bajo este esquema, la soberanía es expresión de la verdad única, unánime, sin lugar a facciones o disidencias que producen fragmentación y distorsionan el sentido unitario y homogéneo de la voluntad general, como ocurre con los partidos políticos[12]​.

Aspectos políticos[editar]

Conforme a la señalada concepción democrática de Rousseau, las perversidades, miserias y pasiones egoístas son causadas por instituciones y leyes que desconocen o desestiman los principios del orden natural. Los vicios que aquejan la sociedad e impiden su libertad y felicidad no son producto de una naturaleza humana corrupta, sino de las deficiencia de gobiernos y legisladores. La educación constituye el mecanismo por el cual el ser humano puede reconciliarse con el orden moral universal y la verdad objetiva, expulsando de su interior las incitaciones e intereses particulares para sustituirlas por pasiones socialmente útiles. Una sociedad identificada con ese propósito debe asumir la educación como un asunto de gobierno. El Estado adquiere entonces la necesaria condición de educador, de formador de hombres[13]​.

El ideal de armonía social perseguido por aquel orden natural impone al legislador la tarea de conciliar el interés personal con el bien común, mediante la confluencia entre instituciones, leyes, formación y un sistema regulador de premios y castigos que permitan redirigir las pasiones humanas desde un ánimo destructivo hacia su verdadera vocación, naturalmente virtuosa y bondadosa. Las leyes tienen por objeto enseñar a las personas, con base en el amor a sí mismo, el camino de la virtud que conduce inexorablemente al bien general. En esta perspectiva, el papel del gobierno en la conformación de las ideas de los hombres encauzará la naturaleza humana hacia la restauración del orden natural[14]​.

Los poderes establecidos son identificados como obstáculo, que en beneficio propio han querido perpetuar la ignorancia y con ello obstruir el camino hacia la virtud y el desarrollo íntegro de las capacidades racionales. Un cambio en la constitución política resulta entonces la condición sine qua non para reformar la educación, pues el talante del gobierno determina la prioridad otorgada a la esfera educativa[15]​. La democracia es la proyección del amor a sí mismo que se refleja en el conjunto social y en un sistema político empeñado en velar por la satisfacción de la felicidad común. La aspiración de la vida política en el marco de la democracia totalitaria estriba en educar y preparar a las personas para que deseen la voluntad general, aun forzándolas de ser preciso, para que la naturaleza humana torne del egoísmo al colectivismo, del interés particular al interés común, del vicio a la virtud.

El rasgo totalitario en esta idea de democracia radica en su afirmación como sistema autosuficiente, invulnerable, que extirpa de su entraña todo mal, toda expresión contraria a la felicidad de sus integrantes. Se autoproclama un régimen enderezado a la perfección virtuosa, por tanto legítimo merecedor de la aceptación y sumisión irrestricta de los ciudadanos, cuyas expresiones de oposición o disidencia no podrían tenerse por menos que viciosas y perversas. Su consagración en favor de los derechos y las libertades deviene incuestionable, lo que niega cualquier posibilidad de inconformidad o disenso[16]​. Todo acto del soberano (a la manera de Rousseau), como corresponde al orden natural que lo fundamenta, no se dirige a nada distinto de garantizar la libertad humana. Lo contrario es una eventualidad tan inconcebible como irrealizable. "Aquellos que en el siglo XVIII tenían fe en el sistema natural no se dieron cuenta de que, una vez establecido un modelo positivo, las libertades que se supone pertenecen a este sistema quedan restringidas dentro de su propio edificio, y pierden su sentido y su validez fuera de él. El área que cae fuera del edificio del sistema se convierte en mero caos, al que la idea de libertad no puede aplicarse, y así se hace posible seguir reafirmando la libertad al par que se la niega"[17]​.

La doctrina del orden natural devela así sus limitaciones internas: aun cuando reivindica el valor supremo de la felicidad humana como principio y fin, su intención real reside en moldear personas al talle preciso de un patrón exclusivo de sociedad virtuosa que se asume objetivo y absoluto, marginando y cercenando toda expresión libre de la singularidad de cada individuo, de sus atributos particulares o la realización de un modo de existencia propio. Para salvaguardarlo de cualquier interés parcial o lealtad particular, el hombre termina diluido en la entidad colectiva[18]​.

Bajo este marco, la soberanía no admite división de índole alguna, pues la voluntad general es unitaria, monolítica. Todo cuerpo representativo -el parlamento- es solo su falsificación, una fragmentación de intereses particulares que no debe usurpar el lugar preminente reservado al pueblo, figura suprema que da la impronta definitiva a este modelo de democracia unánime e indivisible. Su cuño dictatorial ha dejado huellas históricas indelebles, entre ellas la experiencia dieciochesca del jacobinismo. El régimen del terror se incubó y germinó en enérgicos pronunciamientos de Robespierre (ferviente adepto de Rousseau) contra el "despotismo representativo" personificado en la asamblea legislativa francesa, a la cual acusaba de abrogarse la autoridad soberana que solo podía recaer directamente en el pueblo[19]​, depositario de una única voluntad frente a la cual otras voluntades quedaban condenadas por parciales , egoístas e ilegítimas. Como retrataría Talmon: "Fácil es imaginar el horror de quienes oían a Robespierre en la Convención, cuando deseosos de conocer a dónde conducían todas las purgas y todo el terror, tomadas todas las medidas posibles, republicanas y populares, y aplicadas las más duras represalias contra los contrarrevolucionarios, acababan oyendo decir al "Incorruptible" que su propósito era establecer finalmente el orden natural y las promesas de la filosofía"[20]​.


  1. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 46-47. 
  2. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 3-4. 
  3. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 4. 
  4. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 11. 
  5. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 32. 
  6. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 33. 
  7. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 35. 
  8. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 30 y 32. 
  9. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 42 y 44. 
  10. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 45-46. 
  11. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. p. 52. 
  12. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 48. 
  13. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 33. 
  14. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 36-37. 
  15. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 38. 
  16. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 38. 
  17. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 39-40. 
  18. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 40 y 46. 
  19. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 107. 
  20. Talmon, J.L (1956). Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. p. 20.